La cosa infinita

Un Micronarrativo (o el arte de la Small Web como terapia de choque para el Big Data y sus secuelas)

El Narrador (que es siempre un Lector disimulado, un Reader que se ha cansado de los Releases y las Revisions de la Realidad Líquida) recordaba aquellos días pre-apocalípticos —tan recientes y tan geológicamente remotos— de la Big Web.

Una gran Ciudad-Metáfora, desde luego, de pantallas siempre-encendidas, un gigantesco Mall de distracciones donde todo era FOMO (Fear Of Missing Out) y scroll infinito, una autovía de diez carriles a la velocidad de la luz, pero sin paisajes interesantes a los lados, sólo carteleras luminosas prometiendo la Última Gran Cosa que, al llegar, ya era el Penúltimo Gran Olvido. Un lugar donde la Información —esa droga dura— te hacía sentir tan cerca de todo y tan lejos de uno mismo.

Y entonces, el click (no un clickbait ni un megahertz de revelación, sino el humilde, casi silencioso clic de una puerta que se cierra para abrir otra, una mucho más pequeña, casi invisible, como la puerta de servicio de un viejo cine de barrio).

La Small Web.

Una colección de sitios-jardín, páginas-notas-al-pie, blogs-como-diarios-olvidados-en-un-cajón. No-Optimizados. Sin Algoritmo que te diga qué leer a continuación, un acto de resistencia íntima contra el Tiranosaurio Rex del Engagement. Eran (son) sus playlists de canciones que nadie más escucha, sus ensayos sobre el color exacto de las nubes un martes por la tarde en 1987, sus links muertos que señalan a un pasado irrecuperable pero fascinante.

El Narrador-Lector, finalmente, se sentía en casa. Un poco como en las librerías de viejo, donde el placer está en el hallazgo casual y no en el Targeted Ad. Aquí no había Notificaciones, ni Likes, ni la ansiedad de la Respuesta. Solo la calma tipográfica, el HTML tranquilo, la lentitud deliberada.

Se dio cuenta de que la Small Web era, en realidad, la memoria y la atención —esas dos especies en peligro de extinción— intentando hacer un comeback discreto, casi a escondidas. Una mise en abyme de su propio cerebro que ahora prefería la tertulia de unos pocos (bienaventurados) amigos a la asamblea delirante de un estadio abarrotado. Y sonrió. Un GIF perfectamente innecesario que encontró en una página personal de 1999 lo hizo sentir más real que todo el streaming del universo.

El gran placer, se dijo a sí mismo, mientras guardaba el link en sus favoritos (que era la única red social que ya le quedaba), es descubrir que la soledad digital puede ser, después de todo, una forma muy sofisticada de compañía.

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