La cosa infinita

La Memoria Transitoria

Manes, un hombre que parecía haber sido pulido por la indiferencia y el tedio de los círculos literarios de Buenos Aires, vivía bajo la premisa de que la felicidad era la suma de las omisiones. Su método no era moral, sino tecnológico, y constituía una forma de ciencia ficción blanda aplicada a la higiene mental.

Manes había encargado a un ingeniero de apellido improbable —Sosías, o algo similar— el desarrollo de un pequeño implante neuronal, apenas perceptible bajo la piel detrás de la oreja. Este artefacto, el "Modulador Mnésico", no borraba recuerdos, lo cual era un acto vulgar y, según él, psicológicamente peligroso.

En su lugar, el Modulador operaba sobre los hábitos digitales. Cada vez que Manes experimentaba el impulso de abrir una red social, de consultar una opinión sobre sí mismo, o de sumergirse en la maleza interminable de las noticias, el implante liberaba una microdosis de una sustancia que él llamaba "la Neumoquina del Olvido Inmediato".

La Neumoquina no generaba una amnesia total, sino una amnesia de contexto. Al instante de tocar el icono de la aplicación, Manes sentía un leve escalofrío en la nuca. El teléfono seguía en su mano, la aplicación estaba abierta, pero él había olvidado por qué la había abierto. Su mente se detenía en una laguna momentánea, un hermoso vacío sin intención.

Un día, Manes fue abordado en un café por una joven admiradora que le reprochó un tuit supuestamente cruel que él había publicado la noche anterior.

—Usted escribió que el soneto moderno es un artefacto para la gente sin imaginación. Fue ofensivo —dijo ella, con una seriedad que a Manes le resultó fascinante.

Manes se palpó la nuca y sonrió con una vaga tristeza, un gesto muy Bioy Casares.

—Temo que no lo recuerdo. ¿Estoy seguro de haber escrito tal cosa?

La joven le mostró la pantalla de su propio dispositivo. Allí estaba, con la fecha y la hora exactas. Manes la miró con la curiosidad desinteresada con que se mira un error de imprenta o una fotografía mal tomada.

—Ah, ya veo. Una máquina lo hizo. O mejor dicho, el autómata de mis impulsos. Sosías me explicó que el Modulador solo interviene en la recepción de lo digital, no en la emisión. El mensaje se genera en el momento de la urgencia, pero la Neumoquina se activa antes de que yo registre la satisfacción o la réplica.

La joven no entendió.

—¿Entonces usted lo escribió, pero no lo ha vivido?

—Exacto —concluyó Manes, bebiendo su espresso con deleite—. Yo soy un emisor irresponsable, y un receptor higiénico. La máquina garantiza que mi yo consciente nunca sea contaminado por el desasosiego que mi yo impulsivo esparce en la red. Es el arreglo más civilizado. Me permite practicar la crueldad sin pagar el costo de la memoria de la crueldad.

Al fin y al cabo, el Modulador no era un aparato para la desconexión, sino para una forma más delicada y cobarde de la presencia digital. Manes había logrado el sueño de todo habitante de la metrópolis: estar, sin las consecuencias de haber estado.

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