El día en que Internet murió, no hubo cataclismo ni trompetas apocalípticas. Fue, más bien, un cese sutil, una ausencia tan elegante y definitiva como el adiós de una dama de la alta sociedad. Yo me encontraba en el escritorio, tratando de evadir a una visita inoportuna (el primo de mi mujer, un hombre que parecía alimentarse de lugares comunes), cuando noté la anomalía: la pantalla, que siempre prometía un universo de distracciones, ofrecía ahora una lisura de marfil, una vacuidad que no era la de un error, sino la de una perfección melancólica.
Mi primera reacción, lo confieso, fue la de un ligero fastidio, el de quien descubre que el mozo ha olvidado la ginebra en su gin-tonic. Intenté, por un reflejo Pavloviano, un refresh. Luego otro. El primo, que hablaba sin parar de un negocio de garajes, no pareció advertir nada.
Al día siguiente, la noticia –o más bien la no-noticia– se confirmó. Los diarios en papel, milagrosamente revividos, hablaban de una "fatal interrupción global", un "desfallecimiento sin causa aparente" de los cables y los servidores. Los técnicos, seres de una fe ciega en la máquina, se dedicaron a buscar un saboteador, un virus, un enemigo. Pero la verdad, me pareció, era más simple y más bioyesca: Internet se había cansado.
Se había hastiado de la inmensidad, de la repetición, de la pobre ambición de sus usuarios. Había decidido, en un gesto de última ironía, retirarse a una isla de silencio.
El mundo, al principio, fue un manicomio de manos vacías y caras pálidas. La gente parecía haber perdido una extremidad. Pero al cabo de una semana, la vida retomó un pulso antiguo, más lento, más fácil de comprender. Yo mismo descubrí el placer de los libros con olor a naftalina y las conversaciones en las que había que esforzarse para recordar una fecha o el nombre de un actor.
Una tarde, en el Club, Borges me preguntó, con esa voz que era una máquina de hilar cristal:
—Bioy, ¿no le parece que la perfección de la máquina consistía en su desaparición? Ha borrado el recuerdo de lo que fuimos sin ella, y ahora borra el recuerdo de lo que fue ella. Es una invención admirable, la de la Nada Absoluta.
Asentí, saboreando mi copa. El primo de mi mujer, que seguía hablando de los garajes, parecía ahora mucho más remoto, casi irreal. La ausencia de Internet era como una ligera niebla, un velo elegante que hacía que el mundo fuera, de nuevo, un sitio soportablemente fantástico.