Yo estaba buscando la biografía de una señora que coleccionaba campanillas diminutas, un asunto sin importancia, pero mi curiosidad tiene esa cualidad de una tecla descompuesta: solo repite la misma nota hasta que duele.
Tecleé la dirección. El ordenador hizo un silencio largo, un silencio que no era el de una pausa, sino el de una decisión tomada en otro sitio. Finalmente, escupió la pantalla blanca con letras negras. Decía: 404. La página solicitada no se encontró.
Me quedé mirando el número. El 4, el 0, el otro 4. Y sentí que la ausencia de la página era más densa que su presencia. No era que el archivo no existiera, sino que se había negado a existir en ese lugar.
"Qué elegancia", pensé. La página había logrado el lujo de la desaparición voluntaria.
Me levanté y miré mis manos. Eran manos comunes, con esa leve palidez de quien pasa demasiado tiempo esperando que algo digital se complete. Pensé en todos los muebles que poseía, y me pregunté: ¿Cuántos de ellos, si pudieran, arrojarían su propia silla y su propia alfombra y me devolverían un 404 Existencial?
El 404 era, en el fondo, una declaración de principios: Aquí no hay nada para ti. Busca en otra parte, o, mejor aún, no busques.
Volví a sentarme. El error parpadeaba como una nota al pie de página del universo. La señora de las campanillas no importaba. Lo que importaba era esa página que había decidido ser un vacío con nombre, un hueco tan perfectamente diseñado que ya no me atrevía a buscar nada más. Tenía miedo de encontrar la biografía de la señora, y descubrir que ella también era un 404 muy bien disimulado.