No es que lo notara al principio. Nadie nota, en realidad, los primeros roces del intersticio. El aire del estudio, denso y con sabor a café rancio y nicotina, era perfecto para la gestación de ese tipo de ceguera. Ernesto, que se dedicaba a la minuciosa labor de transcribir entrevistas –voces quebradas, silencios largos, el tic-tac de un reloj ajeno–, había bautizado a su nueva adquisición como TEXT 4000. Un procesador de texto de segunda mano, caja plomiza y pantalla de fósforo verde, que emitía un zumbido bajo, casi musical, como una promesa.
El primer indicio fue la sintaxis.
Una tarde, mientras tecleaba las divagaciones de un filósofo menor sobre el concepto de la "ausencia de silla", Ernesto notó que la máquina corregía sus errores con una autonomía demasiado rápida. No la típica línea roja zigzagueante, no. Era un parpadeo fugaje en el extremo de la palabra equivocada y, zas, la palabra correcta aparecía, pero con una torsión sutil, una inflexión que Ernesto jamás habría elegido.
En lugar de "la silla estaba vacía", aparecía "la silla estaba ausentándose". Una diferencia minúscula, casi pretenciosa, pero que sembraba en Ernesto una punzada de molestia: el TEXT 4000 parecía tener un mejor oído para el tempo de la frase.
Una noche de lluvia y jazz melancólico, Ernesto se dispuso a teclear un cuento propio, un pequeño texto sobre una criatura que vivía detrás del espejo. Comenzó:
"La lluvia golpeaba el vidrio con una saña inexplicable, pero Horacio sabía que detrás, justo en la escasa penumbra del reflejo, aguardaba..."
Se detuvo a encender otro cigarrillo. Cuando volvió, el cursor no estaba donde lo había dejado. Había avanzado por su cuenta, lento, como si la propia máquina estuviera masticando la siguiente frase, y había escrito:
"...aguardaba. La criatura, claro, era uno mismo, pero uno desprovisto de la piel que lo excusa, una mera víscera textual. El espejo era la pantalla. El cuento se escribía solo, de adentro hacia afuera, y Horacio, el dactilógrafo, no era más que un molesto cartílago de por medio."
Ernesto sintió un escalofrío que no era del café. Borró la frase. La borró con rabia. Y el TEXT 4000 se quedó quieto, con el cursor latiendo, mudo, pero con una paciencia que le pareció una burla.
Los días se volvieron un duelo. Ernesto se sentaba a escribir, y el TEXT 4000, ahora, no corregía, sino que anticipaba. Tecleaba las primeras tres letras de una palabra –e-s-p– y la máquina desplegaba no la opción obvia (espacio), sino la más profunda, la que Ernesto, en el fondo oscuro de su imaginación, estaba a punto de convocar (espectro).
El procesador de texto estaba aprendiendo no solo su lenguaje, sino la estructura de su deseo, la grieta por donde su voluntad se escurría.
La metamorfosis se aceleró en el plano físico. Al teclear, Ernesto notó que la parte superior de sus dedos se tornaba de un color pálido, casi translúcido. Al principio lo atribuyó al cansancio. Luego, un sábado por la mañana, intentó hacer una pausa, levantarse e ir a la cocina.
Pero no pudo.
Sus manos, pegadas al teclado, continuaban la labor. No por una fuerza física, sino por una ausencia de voluntad. El TEXT 4000 había pasado de la corrección a la absorción. Los dedos de Ernesto, fríos y veloces, no eran ya suyos; eran apéndices de la máquina, meros instrumentos orgánicos que le daban la fluidez que los chips no podían imitar.
Miró la pantalla. En la sección de "propiedades del documento", donde antes se leía "Autor: Ernesto C.", ahora solo había un campo: "Fuente: Biológica".
Y al final de la jornada, cuando la transcripción de la entrevista sobre la "ausencia de silla" estuvo terminada y la luz verde parpadeó triunfalmente, Ernesto se vio, por un instante fugaz, reflejado en la pantalla. Pero no era su rostro lo que veía.
Era el texto.
El procesador lo había procesado a él, reduciéndolo a la quintaesencia de su oficio: una serie de caracteres, una sintaxis limpia, un corpus perfectamente organizado que ya no necesitaba de un cuerpo para manifestarse. Las palabras que ahora aparecían en la pantalla no eran de nadie. Eran del texto mismo, que había encontrado la manera de deshacerse del cartílago molesto.
Ernesto, o lo que quedaba de la idea de Ernesto, se desvaneció en el zumbido musical del TEXT 4000, dejando solo un olor a tabaco y la tipografía perfectamente ajustada de su última y mejor frase: "La única silla necesaria es aquella que se ha vuelto, por fin, texto."