Me encontraba yo, como tantas otras mañanas, deambulando por el barrio de Flores. Uno nunca sabe si la inspiración lo asaltará en la fila del banco o, peor aún, en la verdulería. En fin, el caso es que entré a una de esas tiendas de antigüedades cuya única antigüedad real parece ser el polvo, y el dueño, un señor bajito con un bigote que era toda una declaración de principios sobre la inutilidad de la simetría, me extendió un objeto.
"Mírelo bien," me dijo con esa solemnidad tan porteña que siempre me parece una forma muy elegante de la estafa. "Es un papiro. Egipcio. Del período de Ramsés II, o III, francamente la memoria... pero el detalle, el detalle es este."
El papiro, amarillento y quebradizo como un billete de cien australes, estaba cubierto por lo que parecían ser jeroglíficos. Pero no. Vistos de cerca, con la ayuda de mis anteojos, que ya no son un accesorio sino un apéndice de mi pensamiento, noté que la supuesta escritura era una sucesión ininterrumpida de puntos y rayas. Unidades y vacíos. Uno y cero, por decirlo en el vocabulario ramplón de la informática, ese arte moderno tan reacio a la digresión.
Un papiro binario. La mera idea me pareció tan estúpida que de inmediato supe que era genial. El dueño esperaba, con su bigote temblando de expectación. Yo, por supuesto, no le iba a dar el gusto de la sorpresa. El auténtico placer, me dije, reside en la conclusión precipitada, no en la evidencia.
Pensé en la antigua civilización egipcia y en la ciencia moderna. ¿Un código ancestral para la programación de pirámides? ¿Acaso las plagas de Egipto no fueron un bug de software? La mente se disparó, como siempre, hacia lo más cómodo: la teoría de la conspiración.
Le pregunté al hombre qué significaba. Él se encogió de hombros con una desfachatez que, ahora que lo pienso, era pura literatura. "Nada, señor. Nadie sabe. Es una cosa de cero y uno. Yo lo compré porque me pareció bello."
Y ahí estaba la clave. No el contenido, sino el procedimiento. La belleza del cero y del uno. Un código perfecto que no significaba nada. O mejor dicho, que podía significar todo, pero que en su estado actual, en esa vitrina polvorienta, significaba el precio que yo estuviera dispuesto a pagar.
En ese instante, la tienda se llenó de un zumbido, como de cien mil módems conectándose a la vez. Las antigüedades empezaron a vibrar. El bigote del tendero se enderezó de golpe, quedando perfectamente simétrico. El papiro binario, sobre el mostrador, se iluminó con una luz verde fosforescente, y la secuencia de unos y ceros empezó a escribirse a sí misma por toda la pared del local.
No eran jeroglíficos. Era un código de máquina que estaba reescribiendo la realidad del barrio. La luz se intensificó, y supe que el papiro, en su afán de narrar sin fin (como un escritor que se respete), estaba por inicializar el universo desde cero. O, peor, desde uno.
Salí corriendo sin pagar, dejando al hombre del bigote ahora perfecto con los ojos muy abiertos, justo antes de que la tienda se colapsara en un byte. Y aquí estoy, escribiendo esto en el Café Tortoni, mientras los taxis en la calle giran a la derecha y a la izquierda siguiendo un algoritmo binario, y la gente habla en un extraño dialecto donde solo se escuchan las palabras "sí" y "no".
Me temo que el futuro es solo un microcuento mal programado.
Me encantó este texto. Bravo!