El Plain Text, claro. El temita, le mot juste que siempre acaba resultando impreciso. Una de esas pequeñas catástrofes minimalistas que te dejan suspendido a mitad del punchline, como un gag de Seinfeld abortado o el punto de fuga de un Lichtenstein desvaneciéndose en el aire del teclado (ése, el viejo, el que suena a typewriter de película de espías de serie B o, peor, a la máquina de escribir de Hemingway que nunca existió, que es un objeto mental, una performance de la nostalgia). Y esperás el click, el salto cuántico de la página, la irrupción de algo que se parezca remotamente al significado. Pero no.
El texto plano es la terra incognita de la forma. Un piano sin Keith Jarrett, un tango grabado en un Walkman con las pilas gastadas, la casilla Cero de una Rayuela que se sabe a sí misma infinita y desclasificada. La falta, la falta misma, como motor argumental.
Y te despasa, claro que te despasa, que uno busca el volumen, el italic con ese aire a actriz de la Nouvelle Vague escapando de un travelling, la negrita que parece un pop-up de emergencia. Pero el Plain Text es un muro de Berlín antes de la caída, sin la gracia kitsch de los grafitis. Un fondo de pantalla neutro en el loop de la vida adulta.
Yo, que me daba por estos ejercicios de disolución. Agarraba un fragmento glam (un párrafo de Pynchon, un tuit de un filósofo sin gracia, la lista de compras que dejaste en el bolsillo de un abrigo olvidado, la última línea de una carta de amor que jurarías haber visto en una película de culto), y lo forzaba al formato. El Plain Text operaba como un detergente de realidad, ¿viste? Le succionaba el color, la gracia, el mojo, el swing de la cosa. Lo dejaba en un naked lunch temblando de frío digital.
Es como esa lluvia en el café —uno asume que es París o un suburbio platónico de París, porque si no, ¿para qué seguir?—. La tipografía rich text es la gota que hace geografía, que narra su propio melodrama barroco. El Plain Text es el cristal en sí: transparente, puro software, una superficie de No-Cosa que te devuelve un error 404 de tu propia identidad visual.
Y ahí es donde la historia se pone interesante (y a la vez, irremediablemente aburrida). Me da por pensar si la trama real no se oculta justo en lo que el Plano omite, en lo que silencia como un mal editor. Si cada salto de línea no es, en realidad, un cambio de canal violento, un zapping cósmico que nos escupe a una dimensión paralela donde la letra ‘a’ se ha transformado, finalmente, en una mandrágora adicta a los antidepresivos o en el ojo único de un Cíclope que ha visto demasiado código binario.
Porque, mirá bien, este es el comando: pan duro. el que encuentres.
Y ahí está el Big Bang narrativo. Si fuera un Helvética Bold ya sabrías que es una orden, que tenés que salir a buscar la baguette de anteayer (la madeleine de la clase media). Pero en ese ascetismo, en esa sobriedad monk, el universo estalla. ¿Es el pan duro de la revolución underground, el que se come con la dignidad a cuestas y música de Lou Reed de fondo? ¿O es el pan duro que tu madre te daba cuando no llegaba a fin de mes, la verdad sentimental que ninguna fuente puede maquillar?
El Plain Text: una trampa de Borges con envoltorio Zen. Un espejo que te niega el reflejo, y te obliga a traducir el bop a código ASCII. Es extenuante, sí. Un jet lag tipográfico. Pero también es la puerta abierta al final del pasillo. La posibilidad de que este próximo renglón, sin el menor aviso, se convierta en el agujero de conejo que te lleva a un Tablero donde el Cielo está ahí, al alcance del salto, si es que todavía te quedan ganas de jugar a la Rayuela o si el loop del tecleo no te ha consumido por completo.
Y por eso sigo tecleando esto, asumiendo el riesgo. Jugando a que esto es una partitura de Brian Eno de los primeros tiempos, y que el swing tiene que filtrarse, sí o sí, por las grietas microscópicas de la sintaxis. Si no, ¿para qué seguir, amigo? ¿Para qué seguir, che?