El Directorio de Blogs en Español. Léanlo de nuevo, lentamente. Esas cinco palabras —cargadas de una melancolía pop que solo puede nacer de la obsolescencia digital— son en sí mismas un cuento, o al menos el trailer de una novela larga y digresiva sobre el fracaso de la memoria y la inutilidad de la taxonomía.
Estaba yo –alter ego o simple conciencia narrativa, la distinción es, a estas alturas, irrelevante– ante la pantalla, en un Barcelona de cielo azul irónico, y el Directorio se presentaba como una inmensa biblioteca de Alejandría consumida no por el fuego, sino por el link roto. Miles de entradas, cada una un epitafio. Un cementerio de aspiraciones electrónicas. Y la pregunta, siempre la pregunta, que es el verdadero motor de cualquier historia: ¿qué queda de aquello que no es leído?
El primer nombre que atrapó mi ojo, mi foco narrativo (que es un músculo fatigado y antojadizo), fue "El Cronopio Intermitente". Una referencia tan sesentista, tan rayuela y tan vintage que parecía un error de sintaxis en pleno siglo XXI. Su descripción: "Crónicas de un oficinista de Quilmes que descubre la belleza en la burocracia. Actualización semanal, si el bondi llega a tiempo."
Quilmes. No es una ciudad, es una idea de ciudad. Una dimensión paralela donde el tiempo se mide en retrasos de transporte público, y la belleza se esconde en los formularios duplicados.
Pero lo interesante, lo verdaderamente fresco (o Fresán, si se me permite el juego de palabras que no puedo evitar), no era el oficinista. Era el desplazamiento. Me recordaba a esos cuentos de J.G. Ballard donde la realidad se pliega sobre sí misma por la mera acumulación de detalles. El oficinista no escribe sobre Quilmes; Quilmes es la prisión de su mente.
Y la URL. Esa cadena alfanumérica, vista por mí, se convertía en el código genético de una trama de espionaje low-cost. La URL no es una dirección; es una clave de cifrado.
El oficinista, lo entendí de golpe, no estaba escribiendo crónicas. Estaba escribiendo a mano, con letra diminuta, la verdadera historia de la dictadura del sub-gerente de fotocopias, una historia que solo podía ser transmitida encriptada, disfrazada de “Poesía Mística de la Patagonia” (otra categoría del Directorio, por supuesto, porque todo está conectado).
Aquí es donde entra el personaje central, no el escritor (el Escritor siempre es el menos interesante), sino el Lector/Catalogador: Don Atilio.
Don Atilio es un hombre que vive en el punto y coma. Su oficina –una bunker en La Paternal, con el olor a hardware recalentado y café instantáneo— no es un lugar de trabajo, sino una Cámara de Compensación para identidades fallidas. Don Atilio no creó el Directorio; él es el custodio melancólico de sus fantasmas.
Su obsesión no es el contenido de los blogs, sino el tiempo transcurrido desde la última actualización. Un blog inactivo es, para Don Atilio, un suicidio literario que se niega a admitirse.
La aparición del oficinista/Cronopio/espía en mi mente —o, mejor dicho, su reaparición en la cinta de Moebius de la literatura— provoca un efecto dominó. El post semanal sobre "La sublime simetría del Formulario 42B" (el último publicado) detona una alarma en el Sub-Mundo de la Burocracia Global.
Y el escape. Don Atilio, el Lector, el arquitecto de nombres, comprende que la única manera de salvar la obra del oficinista es re-categorizarla. Su teclado se convierte en un arma nabokoviana.
Mueve "El Cronopio Intermitente" de "Crónicas Urbanas" a "Ciencia Ficción Especulativa: Utopías Burocráticas".
Cambia su descripción a: "El intento de Land por catalogar la luz que se escurre entre las rendijas del sistema. Recordar y reescribir. Detalles más adelante." (Porque la frase "Detalles más adelante" es la verdadera máquina del tiempo de Fresán).
Este acto de edición no es una corrección; es un viaje en el tiempo. El oficinista en Quilmes siente un flash en la nuca y, de pronto, no solo su bondi llega a tiempo, sino que él está en un futuro donde la burocracia es la forma más alta de arte. Ya no es un espía, sino un curador que pasa el tiempo coleccionando versiones corregidas de su propia vida.
Y Don Atilio, el Catalogador, se queda solo, rodeado de sus servidores zumbadores, pero con una sonrisa triste (una sonrisa que es 50% melancolía y 50% satisfacción de deus ex machina). Sabe que el Directorio no es un índice; es un mapa estelar que solo él, el Lector, es capaz de trazar. La literatura, al final, siempre es el arte de la autobiografía falsa.